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23 abril, 2024

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Por Jesús Delgado Guerrero
La industria criminal (y la violencia que la sustenta), igual que el capitalismo neoliberal (y su correspondiente cuota violenta) nunca han sido exorcizados, menos tapados, a punta de rosarios ni de rezos. Al contrario, en un caso hasta surgieron “mártires” del narco para supuesta protección de sicarios y en otro, sacerdotes apelan a sus “fundamentos” para que imaginarios demiurgos “manifiesten” su providencial manto “productivo”. Puro sacrilegio.
Al menos sobre nuestro país, hombres de fe, representantes de su iglesia (específicamente la Católica) han admitido con razonable humildad que no están para “tapar la violencia, la corrupción y el narcotráfico”, ni para solucionarlos (Francisco, dixit) porque, obvio, esa no es su labor.
Además, ya se sabe que no hay poder celestial (ni terrenal) que evite que un ser humano arrebate la vida a otro violentamente, como famoso es el mito de las “santas escrituras” del libre mercado, hacedoras de felicidad.
“Las empresas modernas son como los viejos ejércitos, los ejércitos conquistaban territorios y cobraban tributos, las empresas conquistan mercado y cobran dividendos, royalties o regalías, transferencias de equis y de ye y de zeta”.
Con la misma buena fe del máximo jerarca eclesial y lejos de aterradoras descripciones del dolor y el alma nacionales (por no hablar de purulencias sistemáticas), las buenas conciencias (concentradas en el “1 por ciento”) firmarían con los ojos cerrados esa frase de Carlos Slim, según el libro del retrato que de él hace José Martinez, periodista y escritor.
Pero si se atienden las causas que han generado esos avisos del Banco de México de que “la volatilidad cambiaría seguirá elevada” (en realidad, un desesperado “!mujeres y niños primero!”) y de lo sucedido durante las últimas cuatro décadas, otros cargarían contra los “modernos ejércitos” y sus promotores.
Porque un leve ejercicio remitiría más bien al comienzo de la “modernidad”, plagada de granujas, buscavidas y desarraigados, integrantes de bandas armadas, época en la que los especuladores hacían alarde de su ganada fama como “hombres viles y perniciosos, una clase vagabunda”, cuyas existencias eran “un traje de montar, un buen caballo, una lista de ferias y mercados y una cantidad prodigiosa de desvergüenza. Tienen la marca de Caín, y como él, vagan de un lado a otro”, dice el “socialismo humanista” del historiador británico Edward Palmer Thompson (“Tradición, revuelta y conciencia de clase”, Crítica Barcelona, p. 86)
O más atrás, al Siglo V a. C, a los “10 mil”, de Jenofonte, que en su “Anábasis» refiere lo que hoy pasaría como un lance audaz de innovación comercial o “transferencias de equis, ye o zeta”: “A cualquier sitio que vayamos, si no tenemos mercado, sea tierra bárbara o griega… tomamos los víveres”. El saqueo, pues.

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